Meses después del fallecimiento de David Bowie, el “duque blanco”, los responsables de una tienda cercana a mi lugar de residencia en aquellos momentos decidieron colocar en uno de sus cristales la inconfundible imagen del desaparecido cantante, compositor, artista y responsable de liderar, con su impronta y con su magnética personalidad, buena parte de los cambios estéticos, musicales e ideológicos de finales del pasado siglo XX. Estos cambios luego los adaptaron quienes buscaban afrontar su devenir personal sin tener que repetir los mismos errores que habían cometido las generaciones pasadas, empeñadas en reconstruir un mundo caduco y anquilosado en vez de mirar hacia al futuro con un espíritu bien distinto.
Bowie, nacido David Robert Jones (1947-2016) fue muchas cosas, pero sobre todo fue un genio -en el más amplio sentido de la palabra- y siempre se mantuvo en la vanguardia de cualquier revolución que asomara a la vuelta de la esquina, por muy radical, hermética y/o surrealista que esta pudiera ser o parecer. Sin embargo, mi descubrimiento de uno de los intérpretes que más ha convulsionado el ya de por sí convulso, torticero y artificial mundo de la música llegó no de la mano de sus canciones -por lo menos, no de manera consciente-, sino por sus actuaciones cinematográficas.
Hay quienes discuten, y lo seguirán haciendo en las próximas décadas, -más ahora que Bowie ya no está- si el cantante y compositor era además capaz de interpretar a un determinado personaje de forma coherente y convincente, de la misma forma que era capaz de “comerse” un escenario sin tan siquiera despeinarse ante los atónitos ojos de miles de personas. Sin obviar que su carrera cinematográfica fue irregular si se la compara con las cuatro décadas en las que desarrolló su ingente carrera musical, David Bowie fue capaz de demostrar que su camaleónica capacidad de reinventarse, musicalmente hablando, era igualmente válida para afrontar un determinado papel, en especial si este estaba marcado por un carácter atormentado y casi diría que autodestructivo.
No me detendré en comentar The man who fell to Earth (1976), magnífica película dirigida por Nicolas Jack Roeg, porque el guion -a pesar de darle la capacidad al cantante de mostrar su querencia para con el cine de género- lo encorsetaba en demasía. Prefiero detenerme en tres películas, dos de ellas olvidadas durante el momento de su estreno y reivindicadas décadas después, y una -mi preferida- en la cual Bowie demostró que la magia, según su forma de entender la vida y la misma existencia, podía ser real.
The Hunger, dirigida en 1983 por Anthony David “Tony” Scott (1944-2012), hermano pequeño del celebérrimo Sir Ridley Scott (1937-), entonces un director desconocido por el público y la propia industria, nos planteaba un peculiar triángulo amoroso. Los protagonistas eran Miriam Blaylock -papel que interpretaba la actriz francesa Catherine Fabienne Dorléac (1943-), más conocida como Catherine Deneuve, una de las damas con mayúsculas del cine galo por excelencia-; Sarah Roberts, una Susan Abigail Sarandon (1946-) cuando aún pugnaba por hacerse un hueco en el panorama cinematográfico mundial; y por último, John Blaylock, interpretado por un atormentado, barroco e inquietante David Bowie, quien supo interpretar la agonía del vampiro que ve cómo la ansiada inmortalidad no siempre es lo que parece. La estética deslumbrante y el claro sesgo postmodernista de la época, aunque teñida, eso sí, por la sangre de las víctimas de los Blaylock, no fue un producto de fácil digestión para quienes no acabaron de entender ni la puesta en escena ni los modos y las maneras del pequeño de los Scott, amén de los excesos erótico-lésbicos que interpretan ambas actrices, demasiado explícitos para un mundo en el que aún se cuestiona temas como estos, por arcaico que pueda resultar.
The Hunger es de esas películas que merece mucho la pena revisar y disfrutar como lo que son, es decir, un vehículo casi que pictórico para los actores involucrados, además de un delirio postmodernista, el cual reinterpretaba el mito y la iconografía del vampiro, para luego emparentarla con la mitología egipcia, su estética y su particular forma de entender la vida y la muerte. Para el actor, además, el devenir de su personaje le sirvió luego para prepararse para la que, sin lugar a dudas, es su mejor película.
Merry Christmas Mr. Lawrence (1983), dirigida por Nagisa Ôshima (1932-2013), realizador al que todos recuerdan por su aún controvertida cinta Ai no korīda (1976) –El imperio de los sentidos en nuestro país-, coloca sobre el tablero de juego a varios jugadores, cubiertos bajo la implacable sombra de un opresivo y bárbaro campamento de prisioneros japoneses durante la Segunda Guerra Mundial.
Los principales jugadores de esta tragedia son el teniente coronel John Lawrence (Thomas Antonio “Tom” Conti, 1941-), un oficial británico que no solamente habla el idioma de sus captores, sino que entiende los modos y las maneras de los soldados nipones; el sargento Gengo Hara (Beat Takeshi Kitano, 1947-), un oficial japonés que trata de navegar entre las duras exigencias de su comandante en jefe y la simpatía que siente hacía Lawrence, a quien no menosprecia tanto como lo hace su superior; y el capitán Yonoi (Ryuichi Sakamoto, 1952-), responsable de aquel infierno terrenal y un oficial que sigue el código de conducta, las reglas impuesta por el emperador y el concepto mismo de ser un soldado del imperio japonés con una lealtad que roza la más absoluta demencia.
Y en medio de este escenario, condicionado como está por las duras condiciones del campo y los tira y afloja entre los captores y sus prisioneros, aparece el mayor Jack “Strafer” Celliers (David Bowie), quien acabará por desestabilizar todo aquel endeble entramado. Celliers vive, como le sucede a Yonoi, sumido entre las sombras de un pasado que le atormenta y un presente que amenaza con cercenar la poca cordura que aún le queda. Su actitud desafiante le llevará a tener que soportar los excesos de unos captores, conocedores como están de su posición de privilegio frente a los allí cautivos, que se deleitan con la tortura física, pero sobre todo psíquica.
Poco importarán los esfuerzos de Lawrence por evitar que aquella tragedia contemporánea termine como dictan los cánones y, de paso, salvar la vida de Celliers. Su empeño chocará una y otra vez con los meandros que recorren la cordura y desembocan en la locura, aquellos que llevan a los hombres, según Joseph Conrad (Józef Teodor Konrad Korzeniowski, 1857-1924) “hasta el mismo corazón de las tinieblas del ser humano”, aunque el detonante final será el beso que Celliers le dé a un atónito Yonoi, un gesto cuyas consecuencias llevarán al resto de los protagonistas a desistir de su empeño y bajar el telón del acto final.1
Merry Christmas Mr. Lawrence es una película dura, áspera, desnuda de toda esperanza porque, después de la verdad y la inocencia, otra de las víctimas de toda guerra es precisamente la esperanza. Solamente Lawrence parece inmune al desaliento y no parará de buscar soluciones que permitan a los prisioneros sobrevivir un día más a la barbarie pero, para el espectador, es difícil seguir el postulado del coronel con todo lo que sucede a su alrededor. Ni siquiera el crepuscular diálogo final entre Lawrence y Hara ayuda a quitar la desazón que te invade tras las dos horas de metraje. Sin embargo, el duelo interpretativo entre sus principales protagonistas, incluyendo el dúo Sakamoto-Bowie -por mucho que el primero nunca haya estado muy orgulloso de su actuación en esta película, sobre todo por tener que dar la réplica a su compañero de reparto- traspasa los límites de la pantalla y demuestra la capacidad de David Bowie para afrontar un papel tan complejo como extremo, tanto en lo físico como en lo emocional.2
Desgraciadamente, ninguna de las dos películas antes mencionadas logró captar la atención ni del público ni de la “sesuda” canallesca especializada, salvo en muy contadas ocasiones, y cuando repararon en ellas ya habían pasado más de dos décadas, con lo que ya me dirán de qué sirvieron entonces sus “cantos de sirena”.
Esto no fue óbice para que luego apareciera en más producciones cinematográficas, pero sí que es cierto que cuando lo hizo fue en papeles mucho más secundarios y sin las posibilidades interpretativas antes comentadas.
Dicho todo esto, mi película preferida del cantante y actor -igualmente denostada durante su estreno, y que aún hoy en día continúa sin ser valorada en su justa medida- se estrenó en el año 1986, la dirigió James Maury “Jim” Henson (1936-1990) y se llamó Labyrinth. La historia está protagonizada por Sarah (Jennifer Lynn Connelly, 1970-), una adolescente incapaz de aceptar las responsabilidades que rodean al hecho de crecer -más si se tiene cerca un hermano pequeño que parece ponerlo todo en entredicho- quien, llegado el momento, decidirá invocar al rey de los goblins, Jareth (David Bowie), para que este se lleve al pequeño y lograr que todo vuelva a la normalidad.
Una vez que la joven se da cuenta del error que ha cometido, su única salida será plegarse a los desvaríos del caprichoso monarca y su corte de grotescas criaturas para tratar de salvar al pequeño Toby (Toby Froud, 1984-) aunque ello le suponga entrar en un laberinto donde nada es lo que parece, ni siquiera lo que parece evidente y está junto delante de tus narices.
Labyrinth le supuso a Bowie no solamente dar rienda suelta a su capacidad para escribir e interpretar las canciones que conforman la banda sonora, sino para ser, en el más amplio sentido de la palabra, el rey de los goblins por excelencia y con mayúsculas, señor de aquel lugar donde lo único que es real es la magia.
Y es que pocas veces un actor ha sido capaz de dar la réplica a una legión de personajes animados y hacerlo de forma tan convincente como lo logró el actor durante el rodaje, haciendo olvidar al espectador que en realidad se trataba de marionetas y no duendes. Lo cierto es que el cantante y actor aceptó trabajar en la película, dado que tenía ganas de trabajar en una historia para niños y porque el guion le pareció mucho más atractivo que otros proyectos que le habían ofrecido por aquellas mismas fechas, algo que luego los espectadores no entendieron de la misma manera.
Sea como fuere, Jareth, el rey de los goblins, sentado en su trono, rodeado de un sinfín de disparatadas e histriónicas criaturas, dueño y señor del laberinto, es y será el personaje por el que siempre recordaré a Bowie, independientemente de las sensaciones que aún posea del resto de sus películas, sobre todo de las anteriormente citadas.
El Rey de los goblins ha muerto. ¡Larga vida al Rey!
P.D: Si tienen un momento, y mientras leen esta columna, les recomiendo que oigan las canciones Forbidden Colours (1983) compuesta por Ryuichi Sakamoto y David Sylvian (David Alan Batt, 1958-), y Underground (1986), compuesta e interpretada por David Bowie, las cuales forman parte de la banda sonora original de Merry Christmas Mr. Lawrence y de Labyrinth, respectivamente. Y si necesitan un último empujón, siempre les quedará escuchar Heroes, escrita por el propio David Bowie junto con Brian Eno (Brian Peter George St. John le Baptiste de la Salle Eno, 1948-) y presentada durante el mes de septiembre del año 1977.
La ilustración en donde se rinde un homenaje a la carrera de David Robert Jones, la cual acompaña esta reseña, es obra del dibujante Ignacio Ángel Fernández Castro, quien me ha dado su permiso para poder incluirla junto con este texto, una circunstancia por la que le estoy muy agradecido. Para más información y para conocer su magnífico trabajo, les recomiendo que consulten su página web personal en el siguiente enlace: http://nachocastro.es/
Notas:
1-. Heart of darkness (1899)
2-. Para conocer cómo fue la experiencia del compositor y actor japonés les recomiendo que se lean esta entrevista publicada días después de la muerte de David Bowie: https://www.factmag.com/2016/01/13/ryuichi-sakamoto-david-bowie/
© Eduardo Serradilla Sanchis, Helsinki, 2021
© Ignacio Ángel Fernández Castro, 2021
The man who fell to Earth © 1976 British Lion Film Corporation, Houtsnede Maatschappij N.V., and Cinema 5.
The Hunger © 2021 Metro-Goldwyn-Mayer and Peerford Ltd.
Merry Christmas Mr. Lawrence © 1983 National Film Trustee Company, Antares-Nova, Recorded Picture Company, Oshima Productions, Asahi National Broadcasting Company and Broadbank Investments.
Labyrinth © 2021 The Jim Henson Company, Delphi V Productions & TriStar Pictures. A Sony Entertainment Company.

Imagen 1: Thomas Jerome Newton (David Bowie) en una imagen de la película The man who fell to Earth © 1976 British Lion Film Corporation, Houtsnede Maatschappij N.V., and Cinema 5.

Imagen 2: Miriam Blaylock (Catherine Deneuve) y John Blaylock (David Bowie) en una imagen de la película The Hunger © 2021 Metro-Goldwyn-Mayer and Peerford Ltd.

Imagen 3: El mayor Jack «Strafer» Celliers (David Bowie) y el capitán Yonoi (Ryuichi Sakamoto) -de espaldas- en la imagen que acompaña al cartel de la película Merry Christmas Mr. Lawrence © 1983 National Film Trustee Company, Antares-Nova, Recorded Picture Company, Oshima Productions, Asahi National Broadcasting Company and Broadbank Investments.

Imagen 4: El sargento Gengo Hara (Takeshi Kitano) y el teniente coronel John Lawrence (Tom Conti) en una imagen de la película Merry Christmas Mr. Lawrence © 1983 National Film Trustee Company, Antares-Nova, Recorded Picture Company, Oshima Productions, Asahi National Broadcasting Company and Broadbank Investments.

Imagen 5: Jareth (David Bowie) el Rey de los goblins y Toby Williams (Toby Froud) en una imagen de la película Labyrinth © 2021 The Jim Henson Company, Delphi V Productions & TriStar Pictures. A Sony Entertainment Company.

Imagen 6: Jennifer Connelly, David Bowie y Jim Henson dándole instrucciones a los actores, durante un descanso del rodaje de la película Labyrinth © 2021 The Jim Henson Company, Delphi V Productions & TriStar Pictures. A Sony Entertainment Company.

Ilustración en homenaje a la carrera profesional de David Robert Jones (1947-2016) © Ignacio Ángel Fernández Castro, 2021.