
Eduardo Serradilla
Imágenes, volúmenes y, además, palabras
El día que recibí un ejemplar del número novecientos noventa de la serie protagonizada por Superman, con diez años recién cumplidos, tras haber ganado una competición de compresión lectora, entendí que leer estaba bien y, además, era menos aburrido que escribir las redacciones que, de tanto en tanto, nos imponían nuestros profesores.
Dos años después, mi primer profesor de Lengua Española fue quien me hizo ver cuán equivocado estaba yo y cuáles eran las verdaderas posibilidades del lenguaje escrito, más allá de disfrutar con su lectura. Sin su empeño, hubiera sido muy improbable que yo hubiese logrado ingresar en el aula de cultura del colegio en el que estudiaba ni, por supuesto, empezar a “escribir” mis primeras reseñas cinematográficas, por aquello de no querer ser demasiado duro conmigo mismo. En aquel espacio cultural aprendí las herramientas para poder obtener una disciplina como escritor, aparte de sufrir la indefensión de quienes distaban mucho de poseer la más mínima empatía para quienes allí estábamos.
Visto con la perspectiva que da el tiempo, aquella experiencia me sirvió para luego soportar de la mejor manera posible lo que he luego he visto y/o soportado en las redacciones de los medios de comunicación en donde he tratado de desarrollar mi trabajo, a lo largo de tres décadas. Tengo muy asumido que, sin dicho bagaje, me hubiese sido del todo imposible mantenerme veinte años, de forma continua, en la primera línea, cubrir, periodísticamente hablando, todo lo que he cubierto y atesorar más de un millar de reseñas escritas -y, además, convenientemente registradas- por aquello de las dudas que surgen cuando se ponen las cifras sobre la mesa. No cuento las horas de radio, ni los programas en los que colaboré, dado que mi relación fue muy efímera y accidentada, en comparación con lo que he tenido con la palabra escrita en cualquiera de las cabeceras en las que mi firma ha figurado.
También sé que aquellas tardes en las dependencias del aula de cultura me acabaron llevando a abrazar la idea de escribir un libro, rodeado de estanterías, como estaba, todas llenas de dichos “objetos” tan perniciosos para una sociedad, la nuestra, que tan poco lee. Cierto es que debieron pasar décadas hasta encontrar con una persona que no sólo me escuchó, sino que accedió a guiar mis pasos hasta la casilla final del proceso y lograr que mi primer libro fuera una realidad. Desde entonces, diez títulos, dos de ellos compartiendo protagonismo y nombre en la portada con otro autor y cuatro ensayos teóricos en otros tantos libros corales han terminado por formar parte de mi historial como… ¿escritor?, para sorpresa de quien está redactando estás líneas.
Regresando a la línea temporal, y durante mi etapa universitaria luego de haber aprendido los rudimentos del lenguaje oral frente a una audiencia, como profesor ayudante, entendí que debía buscar una forma de expresión propia, además de la escrita ante una realidad que siempre me ha acompañado y/o perseguido cuando he querido escribir sobre el séptimo arte. De una u otra forma, ese espacio estaba ya cubierto por alguien y poco o, más bien nada, podía hacer para cambiar tal circunstancia. No paso por alto que las “nuevas tecnologías” y la ignorancia de muchos ante la cultura popular de las últimas décadas ayudaron a equilibrar un tanto la balanza, pero sin llegar a darme la posibilidad de desarrollarme, por lo menos, hasta bien entrado el siglo XXI.
De esa necesidad por contar cosas, además de por un vacío real y palpable en nuestra sociedad -por lo menos con las nuevas generaciones- es de donde sale mi trabajo como comisario de exposición, denominación que todavía muchos se niegan a otorgarme al trabajar con “elementos” mundanos y poco valorables, frente a las disciplinas culturales socialmente aceptadas. Como en todo proceso, no todas las propuestas han cristalizado de la misma manera y otras tantas nunca debieron pasar del estado embrionario. Lo mismo se puede añadir acerca de los escenarios en donde éstas se han montado, desde centros comerciales, pasando por bibliotecas y centros culturales, públicos y privados, y terminando en salas de artes y museos.
Sea como fuere y tras veinticinco años de trabajo y un centenar de propuesta temáticas contemporáneas, igualmente acreditables, la misma realidad que me brindó una oportunidad me puso delante de mis ojos una nueva “realidad”. Aquélla que viene a decir que “todo coleccionista es, en su interior, un comisario de exposición válido y resolutivo”, frase con la que NO estoy de acuerdo, ni en su forma, ni en su fondo y que me llevó a tomar la decisión de abandonar la organización de este tipo de propuestas culturales. Sólo quisiera pensar que, en todos esos años, lo que logré ensamblar lograba contar una historia válida y no era solamente un “¡mira lo que tengo!” dentro de un sinfín de vitrinas y paredes. Dicho esto, dudo que pueda saber, con absoluta certeza, cuál llegó a ser la impronta y la validez de mi trabajo.
Paralelamente a mi proceso de creación de espacios temáticos expositivos, por querer ser un tanto más académico, está mi devenir como conferenciante y/o ponente de diversas temáticas, aunque, como ocurre con el resto de mi carrera profesional, dichas temáticas siempre han sido consideradas de serie B. Resulta que un cómic NO se lee, sólo se mira…
Sin perder de vista las conferencias que impartí en media docena de Colegios Mayores Universitarios de la madrileña Universidad Complutense y las desarrolladas en otros tantos salones de cómics -tanto en el archipiélago canario como en la península ibérica y en el extranjero- he tenido el honor de intervenir como ponente en escenarios tales como el CAAM- Centro Atlántico de Arte Moderno, el Centro de Arte La Regenta, la Galería Casa Condal, la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria y en la Convención Nacional de Ciencia Ficción de Finlandia, sólo por citar algunos de los escenarios de entre las más de medio centenar de charlas en la que he sido el ponente principal desde hace tres décadas.
¿Y cuál es el resultado de todo esto? Acabar formando parte del organigrama de la Fundación para la Promoción y Estudio de la Narrativa en imágenes, en el rol de director de Proyectos Internacionales y responsable del área de cine, además de desempeñar labores de asesor y colaborador en Sta. Cruz Cómics. Además, la institución me ha dado la oportunidad de seguir escribiendo, de manera regular, tanto reseñas como ensayos teóricos -para la página web y los archivos de la institución- eso sí, sin la inmediatez y la insensatez sobre la que se articulan los discursos en la actualidad, independientemente del medio en el que éstos se recojan.
Al final, aquel niño al que no le gustaba, nada, pero nada escribir, ha terminado haciendo precisamente eso; es decir, escribir y escribir de una forma o de otra.
Eduardo Serradilla
Imágenes, volúmenes y, además, palabras
El día que recibí un ejemplar del número novecientos noventa de la serie protagonizada por Superman, con diez años recién cumplidos, tras haber ganado una competición de compresión lectora, entendí que leer estaba bien y, además, era menos aburrido que escribir las redacciones que, de tanto en tanto, nos imponían nuestros profesores.
Dos años después, mi primer profesor de Lengua Española fue quien me hizo ver cuán equivocado estaba yo y cuáles eran las verdaderas posibilidades del lenguaje escrito, más allá de disfrutar con su lectura. Sin su empeño, hubiera sido muy improbable que yo hubiese logrado ingresar en el aula de cultura del colegio en el que estudiaba ni, por supuesto, empezar a “escribir” mis primeras reseñas cinematográficas, por aquello de no querer ser demasiado duro conmigo mismo. En aquel espacio cultural aprendí las herramientas para poder obtener una disciplina como escritor, aparte de sufrir la indefensión de quienes distaban mucho de poseer la más mínima empatía para quienes allí estábamos.
Visto con la perspectiva que da el tiempo, aquella experiencia me sirvió para luego soportar de la mejor manera posible lo que he luego he visto y/o soportado en las redacciones de los medios de comunicación en donde he tratado de desarrollar mi trabajo, a lo largo de tres décadas. Tengo muy asumido que, sin dicho bagaje, me hubiese sido del todo imposible mantenerme veinte años, de forma continua, en la primera línea, cubrir, periodísticamente hablando, todo lo que he cubierto y atesorar más de un millar de reseñas escritas -y, además, convenientemente registradas- por aquello de las dudas que surgen cuando se ponen las cifras sobre la mesa. No cuento las horas de radio, ni los programas en los que colaboré, dado que mi relación fue muy efímera y accidentada, en comparación con lo que he tenido con la palabra escrita en cualquiera de las cabeceras en las que mi firma ha figurado.
También sé que aquellas tardes en las dependencias del aula de cultura me acabaron llevando a abrazar la idea de escribir un libro, rodeado de estanterías, como estaba, todas llenas de dichos “objetos” tan perniciosos para una sociedad, la nuestra, que tan poco lee. Cierto es que debieron pasar décadas hasta encontrar con una persona que no sólo me escuchó, sino que accedió a guiar mis pasos hasta la casilla final del proceso y lograr que mi primer libro fuera una realidad. Desde entonces, diez títulos, dos de ellos compartiendo protagonismo y nombre en la portada con otro autor y cuatro ensayos teóricos en otros tantos libros corales han terminado por formar parte de mi historial como… ¿escritor?, para sorpresa de quien está redactando estás líneas.
Regresando a la línea temporal, y durante mi etapa universitaria luego de haber aprendido los rudimentos del lenguaje oral frente a una audiencia, como profesor ayudante, entendí que debía buscar una forma de expresión propia, además de la escrita ante una realidad que siempre me ha acompañado y/o perseguido cuando he querido escribir sobre el séptimo arte. De una u otra forma, ese espacio estaba ya cubierto por alguien y poco o, más bien nada, podía hacer para cambiar tal circunstancia. No paso por alto que las “nuevas tecnologías” y la ignorancia de muchos ante la cultura popular de las últimas décadas ayudaron a equilibrar un tanto la balanza, pero sin llegar a darme la posibilidad de desarrollarme, por lo menos, hasta bien entrado el siglo XXI.
De esa necesidad por contar cosas, además de por un vacío real y palpable en nuestra sociedad -por lo menos con las nuevas generaciones- es de donde sale mi trabajo como comisario de exposición, denominación que todavía muchos se niegan a otorgarme al trabajar con “elementos” mundanos y poco valorables, frente a las disciplinas culturales socialmente aceptadas. Como en todo proceso, no todas las propuestas han cristalizado de la misma manera y otras tantas nunca debieron pasar del estado embrionario. Lo mismo se puede añadir acerca de los escenarios en donde éstas se han montado, desde centros comerciales, pasando por bibliotecas y centros culturales, públicos y privados, y terminando en salas de artes y museos.
Sea como fuere y tras veinticinco años de trabajo y un centenar de propuesta temáticas contemporáneas, igualmente acreditables, la misma realidad que me brindó una oportunidad me puso delante de mis ojos una nueva “realidad”. Aquélla que viene a decir que “todo coleccionista es, en su interior, un comisario de exposición válido y resolutivo”, frase con la que NO estoy de acuerdo, ni en su forma, ni en su fondo y que me llevó a tomar la decisión de abandonar la organización de este tipo de propuestas culturales. Sólo quisiera pensar que, en todos esos años, lo que logré ensamblar lograba contar una historia válida y no era solamente un “¡mira lo que tengo!” dentro de un sinfín de vitrinas y paredes. Dicho esto, dudo que pueda saber, con absoluta certeza, cuál llegó a ser la impronta y la validez de mi trabajo.
Paralelamente a mi proceso de creación de espacios temáticos expositivos, por querer ser un tanto más académico, está mi devenir como conferenciante y/o ponente de diversas temáticas, aunque, como ocurre con el resto de mi carrera profesional, dichas temáticas siempre han sido consideradas de serie B. Resulta que un cómic NO se lee, sólo se mira…
Sin perder de vista las conferencias que impartí en media docena de Colegios Mayores Universitarios de la madrileña Universidad Complutense y las desarrolladas en otros tantos salones de cómics -tanto en el archipiélago canario como en la península ibérica y en el extranjero- he tenido el honor de intervenir como ponente en escenarios tales como el CAAM- Centro Atlántico de Arte Moderno, el Centro de Arte La Regenta, la Galería Casa Condal, la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria y en la Convención Nacional de Ciencia Ficción de Finlandia, sólo por citar algunos de los escenarios de entre las más de medio centenar de charlas en la que he sido el ponente principal desde hace tres décadas.
¿Y cuál es el resultado de todo esto? Acabar formando parte del organigrama de la Fundación para la Promoción y Estudio de la Narrativa en imágenes, en el rol de director de Proyectos Internacionales y responsable del área de cine, además de desempeñar labores de asesor y colaborador en Sta. Cruz Cómics. Además, la institución me ha dado la oportunidad de seguir escribiendo, de manera regular, tanto reseñas como ensayos teóricos -para la página web y los archivos de la institución- eso sí, sin la inmediatez y la insensatez sobre la que se articulan los discursos en la actualidad, independientemente del medio en el que éstos se recojan.
Al final, aquel niño al que no le gustaba, nada, pero nada escribir, ha terminado haciendo precisamente eso; es decir, escribir y escribir de una forma o de otra.
En recuerdo de Alfonso Azpiri
La primera vez que coincidí con Alfonso Azpiri Mejía (1947-2017) fue en el año 1989, durante la presentación del primer tomo recopilatorio de las aventuras de Mot, publicado por Pequeño País/Altea. El escenario de dicho encuentro, una céntrica y frecuentada librería especializada de la capital del país, hoy en día cerrada, se convirtió, durante unas horas, en una suerte de mini salón del cómic, una década antes de que Madrid tuviera su propio encuentro comiquero. Lo que más me sorprendió...
¿Cuál fue el primer cómic que leí de John Romita Sr.?, por Eduardo Serradilla
Llevo todo el día de hoy tratando de recordar cuál fue el primer cómic dibujado por John Victor Romita Sr., (1930-2023) que llegué a leer, pero, mientras buscaba en mi mente el título en cuestión, me di cuenta de lo estéril de dicha propuesta. Crecí en una época y en un país donde leer cómic ni era fácil, dada la errática política de las editoriales que se encargaban de tales rudimentos, ni estaba tan socialmente aceptado como lo pudiera estar en estos momentos. Siendo un niño, casi diría...
¿Cuál fue el primer cómic que leí de John Romita Sr.?
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John Wick
Según el folclor eslavo, Baba Yagá es una anciana sobrenatural, huesuda, arrugada, con la nariz de color azul y los dientes de acero que vive en las profundidades de los bosques rusos, dentro de una casa que se sostiene sobre unas patas de gallina. Dicha vivienda está rodeada de árboles y de los cráneos brillantes que coronan la valla que delimita los dominios de su inquilina. La grotesca anciana, además, posee una pierna normal y una de hueso, por lo que a menudo se le da el apelativo de...
Huset (The House)
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