Un gran poeta dijo una vez “Si naciste pa’ martillo, del cielo te caen los clavos”… Perdonen que empiece con esta broma, pero creo que es un perfecto resumen de la fatalidad, del sino, del destino, de lo que ya está escrito, del no poder escapar de un futuro ajeno al libre albedrío.
Al comienzo de la película en primer plano vemos las cabezas unidas de una joven pareja en la penumbra, absortos, mirando a un posible cielo y, de repente, algo les asusta, sus rostros buscan en el vacío, el miedo se refleja en sus ojos… Ese futuro irremediable, certero, seco, y trágico les alcanza. Nada escapa al correr del tiempo. Nada escapa a lo que está escrito.
Nicholas Ray en su primera película ya comienza a tocar los temas recurrentes en su filmografía posterior y lo hace con un negro dramático o drama noir. Los jóvenes (tema que volvería a acometer en Rebelde Sin Causa, Llamad a cualquier puerta…), el destino, la huida a ninguna parte (Los dientes del diablo, Rebelde sin causa…)
Los dos jóvenes de la escena inicial son un prófugo y una jovencita que intenta escapar de su anodina vida en una gasolinera. Dos niños aún, aunque nada inocentes. Él es culpable de asalto y robo a mano armada (convertido por la prensa y la policía en un cabecilla de banda tipo Clyde), ella cómplice de robo y vete a saber qué tipo de relación era obligada a tener con el alcohólico de su tío, el gasolinero. Ambos arrastrados por las circunstancias de la crisis del 29. Su única salida es huir y esconderse, esconderse y huir. Esconderse y huir de la ley que los persigue, de sus socios que no les dejan, de su familia que es igual de podrida que la sociedad en la que viven. Destinados ambos a ese mundo de hambre y delito, de soledad sin salida, de futuro negro. Hijo él de delincuente, sobrina ella de borracho felón. Su única herencia es delinquir, arrebatar a la sociedad algo que les permita seguir subsistiendo, porque, como espectadores, sabemos que jamás conseguirán escapar, no lograrán salir de esa vida a la que están predeterminados. Y Ray lo muestra inexorable con un reloj que no marca la hora real, pero que está continuamente apareciendo, un reloj maldito… Maldito porque fue adquirido para planificar un robo, maldito porque no se puso jamás en hora, maldito porque corre y corre y corre en busca de la imposible felicidad de la pareja protagonista. Una y otra vez ese reloj en pantalla, una y otra vez se pregunta “¿Qué hora es?” y sabemos que la respuesta es “Casi la hora de acabar, casi la hora de morir”… Y lo sabemos porque la pareja no puede tener un final feliz. El código Hays lo impide. Nosotros, espectadores, nos identificamos con un criminal, un ladrón, un asesino (según la policía, aunque no era cierto), y eso era una aberración para la época. Usaré un fragmento de texto del libro “El cine negro de la RKO” de Gonzalo Pavés, que he leído hace poco (confío en que el autor, al que considero amigo, me lo permita): « el argumento de este film como particularmente detestable, no tanto por su dramatización de las actividades delictivas de los personajes fundamentales, sino, lo que es más importante, porque crea un ambiente donde uno termina «apoyando» a su protagonista principal, Bowie, pese al hecho de que es un asesino convicto, un ladrón, un asaltado de bancos y, por lo demás, un gran criminal. Creo que se trata justamente de la clase de historias que, si se plasma en una película, nos hará llegar, desde todas partes, la condena de las personas honradas». La cita es la reacción de la Oficina Breen encargada de la aplicación del código Hays.
Y lloramos al final por la pérdida de la juventud, lloramos por la llegada de la muerte anunciada (e impuesta), lloramos por la traición, lloramos por lo que pudo haber sido y no fue, pero sobretodo lloramos porque la semilla que crece en el vientre de ella estará destinada a repetir indefinidamente su historia, porque nacerá en el fango y del fango no se sale…
Un film fatalista y bello digno de recuperarse. Pero, y repito… “Si naciste pa’ martillo, del cielo te caen los clavos”.