Cómo ver más allá de lo que los ojos no ven. Una única secuencia para reflexionar…
¿Cómo elegir una secuencia entre las de cientos de películas que están en el top ten de mis favoritas? ¿Cuál escoger que esté por encima de otra? ¿Es mejor Michaleen Oge Flynn ofendido frente a la pelirroja Mary Kate Danaher diciendo que “ni los Borgia eran tan malos” cuando le va a servir agua en lugar del preciado whisky a Rick Blane destrozado frente a una botella porque el amor de su vida ha aparecido en su bar y comienza el flashback de París en la eterna e inimitable Casablanca? Podría jugar sobre seguro, ir a una de las secuencias de Dios-Lang que más me impactaron y es la del hijo de puta de Vince Stone arrojando café hirviendo en la cara de Debby Marsh en Los Sobornados, una secuencia seca, impactante, inesperada, hiriente… O podría haber escogido a Rhett Buttler cogiendo en brazos a Scarlett O’Hara para subirla por las escaleras y que ésta, una mujer en ese momento dura, fría, distante y sin corazón se entere de lo que vale un hombre. Podría ir a Sicilia, a Corleone, a la boda de Michael y Apolonia, un cabrón él, un ángel ella, pero luego resulta que ella es quien toma la iniciativa en su noche de bodas para mostrar sus pechos juveniles en una de las secuencias más eróticas que recuerdo…
¿Cuántas secuencias de estas tenemos todos? ¿Mil, dos mil, tres mil…? Seguro que no hay límites. ¿Escoger una de entre todas? Creo que es tarea imposible y sería traicionar a todas y cada una de ellas y a sus maravillosos creadores. No puedo. Las listas de las diez mejores hace tiempo que aprendí que no existen. ¿Mi canción favorita? ¿Mi momento favorito? ¿Mi actor o actriz favorita? Considero que una parte de madurar es aprender que no hay un algo favorito, lo que hay es una vida favorita, la que vivimos, la que hacemos cada día con lo que hemos vivido en los días anteriores y asentamos los ladrillos luego moldeables de lo que será la futura. Por ello no he escogido ninguna de las cosas en las que me hubiera sentido cómodo, me he ido a buscar la poética, la estética, la forma, las sensaciones transmitidas y los sentimientos que afloraron… Me resulta curioso que siendo tan ateo como soy haya elegido el título tan místico, casi panteístico, por el que he optado. Para el gusto tan clásico que tengo para el cine me he decantado por una película “gafapastiana”, de esas que solo vieron diez personas en esos circuitos minoritarios. Hoy me he despertado de repente recordando la secuencia que he escogido. Salté de la cama pensando en que era la que quería comentar y aquí estoy… Secuencia final (dura unos 10 minutos) del El color del paraíso dirigida en 1999 por el iraní Majid Majidi. Para los que no la hayan visto, ésta es su sinopsis:
“Mohammad es un niño ciego de ocho años que estudia en un colegio especial de Teherán. Inteligente e hipersensible, ha desarrollado extraordinariamente los demás sentidos y sufre con la rudeza de su padre, un carbonero viudo que ve a su hijo como una maldición de Dios. Esta frialdad marca las vacaciones de Mohammad en su pueblo natal, una preciosa aldea perdida en las tierras altas del norte de Irán. Allí intenta ganarse a su padre -que está obsesionado con volver a casarse-, mientras disfruta de los parajes naturales y del cariño de sus dos hermanas y de su abuela, una mujer trabajadora, vitalista y religiosa…”
El padre de Mohammad no ha podido al final casarse, su madre acaba de morir y la familia de la futura novia ve en ello una señal de mal augurio. Abatido y vencido va a buscar a Mohammad a la escuela especial donde está. Pero lo hace obligado por su madre, que en su lecho de muerte le pide que cuide del niño. La secuencia comienza con padre e hijo caminando por un sendero. El padre lleva de la mano a Mohammad, a rastras, obligado. Se ve que lo hace sin ganas. Pero es muy importante el lugar y las condiciones físicas y climatológicas. Recordemos que Mohammad es ciego. Su mundo es el sonido. En muchos momentos del film podemos ver cómo oye el sonido de los pájaros carpinteros y él los imita. Es música, es su contacto con la naturaleza, con el mundo, con la vida. Retomando la secuencia. Padre e hijo de la mano. No podemos saber exactamente qué momento del día es, porque hay niebla, está todo nublado, se intuye lluvia… El lugar hace que no se puede ver claramente. El personaje que ve “no puede ver”. Pero sí oímos el viento entre las hierbas, el sonido de los pájaros, las pisadas, la lluvia que cae… Todo es el mundo de Mohammad, nada de visión, todo sonidos.
Se adentran en un bosque, y se intuye que es algo más tarde en el día. Cada vez hay menos luz. La niebla es más evidente. El sonido es más nítido, ya que ya no llueve. Son los sonidos de la naturaleza. Ahora, Mohammad va montado en un caballo mientras su padre tira de ellos, delante, sin mirar al crío… No se hablan y eso hace que Mohammad sea “aún más ciego”, porque casi parece que su padre no es más que un fantasma. Se adentran más en el bosque y en la niebla, cada vez se ve menos… El padre de Mohammed es “más ciego”. La capacidad física de la visión no significa necesariamente que puedas ver lo que tienes delante. No encuentra el camino físico, de la misma manera que no encuentra el camino de su vida. Su única meta, que era casarse de nuevo, se ha derrumbado. No ve más allá. Se oyen truenos, se avecina tormenta, pero no sabe dónde, porque no ve. Y tiene miedo. Tiene miedo de la tormenta, pero de lo que realmente tiene miedo es del futuro que se le avecina, de un futuro que no quería con su hijo, al que, como comenté en la sinopsis, considera una maldición. Cada vez se acerca más la tormenta. Lo notamos por el volumen de los truenos, nuevamente es el sonido, el mundo del Mohammad, los sentidos de Mohammad, el que nos indica lo que pasa. Solo oímos pájaros, cigarras, brisa suave y pasos. Más niebla, menos luz… “menos vista”. El sendero se hace cada vez más difícil. El camino se ha tornado en piedras. De repente aparece un sapo atrapado en las rocas… Para mí es ese padre atrapado en un conflicto del que no sabe cómo escapar.
En un cambio de plano sin transición alguna de repente estamos en el borde de un riachuelo que viene crecido. La corriente rompe y espumea contra las infinitas rocas del cauce. Ruido de agua que corre, ruido de tormenta que acecha… Más sonidos. El mundo de Mohammad es inhóspito para su padre. Le pone nervioso no ver. Pero ya se nos presenta un elemento metafórico, el agua. Limpiadora, catártica… Y llegamos a un puente que cruza la corriente de agua. Un momento de cambio. El punto sin retorno en la vida de ambos. El elemento que cambiará su existencia para siempre. Cruzar por ese puente no es solo el acto físico de salvar un elemento geográfico, significa, metafóricamente, mucho más, y lo descubriremos inmediatamente. Algo va a cambiar, como espectador estoy seguro. Ambos cruzan el puente poco a poco. Plano subjetivo del padre, que mira las frágiles maderas del puente, que mira el agua que corre con violencia… Él solo ve lo físico… Y cuando están a punto de pasar… ¡el puente se rompe! Mohammad grita angustiado, y cae con su caballo al agua. Y se plasma el conflicto. Su padre, en principio, no hace nada. Plano fijo de su cara que mira pero no reacciona. Desde lo alto ve a su hijo, puede que muestre preocupación, pero no resolución. Silencio. El sonido se desvanece. Sigue sin hacer nada. Baraja la opción de dejar morir a su hijo. Total, no ha sido más que un lastre para él. Hasta que toma la decisión de que tiene que salvarlo y se refleja no solo en su cara, no solo porque comienza a moverse, a correr hacia el río, sino porque el sonido ha vuelto a la película…
Volvemos a escuchar la turbulencia de las aguas. El sonido ya forma parte de la vida del padre de Mohammad. Tenemos entonces un minuto de angustia, de violencia visual. Curiosamente, la cámara, en largo travelling, está al otro lado del río de donde el padre corre. Es la primera vez desde que la secuencia comienza que salen palabras de la boca de este hombre que está lavando su alma. Es un grito desgarrador… “¡Mohammad!”, grita una y otra vez. Un nombre ya tiene significado. Un nombre representa ya a una persona, alguien que de repente importa… De nuevo es sonido, cuando el padre ya no ve a Mohammad, ya no tiene su visión, es el sonido lo importante, es el sonido lo único que existe… Y toma la decisión de tirarse al agua. ¿Qué más da si ve o no? La cámara se hunde y sale. El sonido viene y se va. La visión viene y se va. El mundo de ambos, de Mohammad y de su padre, aparece y desaparece. La luz y el sonido por primera vez juntos van al unísono. Pero Mohammad ha desaparecido ya… Su padre no lo ve, ya no está. Solo vemos cómo es arrastrado por las aguas, que purifican poco a poco su alma, sus recuerdos, sus odios… su vida. Y de repente, silencio y calma.
Estamos en lo que parece una playa, imagino la desembocadura de ese río en el mar o en un lago. En la arena descubrimos el cuerpo del padre de Mohammad. Parece muerto, pero el sonido de un ave hace que abra los ojos. El sonido le trae a la vida. Es una garza o una cigüeña que vuela sobre un cielo azul, sin nubes, pero aun así un cielo sin luz. Pequeñas olas llegan a la arena. Sonido de mar, sonido acompasado, un murmullo, casi una canción de cuna adormecedora… Pero en la arena descubrimos bultos, y entre los bultos el cuerpo sin vida de Mohammad. Su padre lo coge, lo abraza y llora… Al final ha perdido lo único que tenía, lo único a lo que siempre dio de lado e intentó olvidar. Agua de mar, llanto. El sonido de sus lágrimas se funde con el de las aves en el cielo. Ya no es una, es una bandada enorme. El sonido cada vez se hace más ensordecedor. Sonido de la naturaleza. Sonido que viene de arriba. La cámara recoge la figura de Mohammad y su padre desde lo alto. Recuerda a las esculturas de la virgen con su hijo muerto. La piedad de Miguel Ángel… La cámara desde lo alto y con un picado comienza a bajar poco a poco. Y baja, y baja, y baja… Y de repente, entre el leve sonido de las olas, se oye el canto de un pájaro. Sonoro, melodioso… La cámara sigue bajando y se aproxima a la mano inerte de Mohammed, que cuelga a un lado del cuerpo de su padre.
Vuelve a sonar la llamada del pájaro… Y de repente la luz… La mano del niño se ilumina, se llena de una brillante luz blanco amarillenta. ¿El sol? ¿Un dios? Y los dedos del niño comienzan a moverse, respondiendo a la llamada del pájaro, imitando una vez más con sus dedos el sonido de los pájaros carpinteros… Pero la mano se gira, palma hacia arriba, hacia la luz en un movimiento que la quiere atrapar. Mohammad atrapa la luz en brazos de su padre. Padre e hijo se reencuentran como padre e hijo… Fundido en negro.
Una secuencia poética, mágica, lírica, metafórica, bella… Hacía mucho tiempo que no la veía. Más de 20 años. Hoy me levanté pensando en ella. Hoy la comparto con ustedes…

