Solo una vez había visto “Hanna y sus hermanas” y fue en su estreno el año 86 o 87. No había podido volver a verla. Me fascinó, me embrujó, me epató y no quería romper la magia y el recuerdo que de ella tenía. Lo he dicho muchas veces y me reafirmo: no podemos ser completamente objetivos al juzgar, tanto sean obras de arte como situaciones cotidianas. Somos esclavos de nuestro pasado, las circunstancias que nos rodearon nos han hecho crecer, madurar, y, a veces en algunas personas y en algunos casos, a involucionar… La película de Woody Allen me trae recuerdos de un pasado que ya no existe, de personas que en su momento significaron mucho en mi vida (y en lo que soy ahora) y que ya no pertenecen a mi presente. Lo digo sin acritud, ni nostalgia, ni remordimiento, ni odio… Ellos hicieron de mí la persona (buena o mala, según sea el que opine) que soy ahora.
Durante mucho tiempo una frase de la película estuvo rondando mi cabeza y no me abandonaba: “Nobody, not even the rain has such small hands” (Nadie, ni siquiera la lluvia tiene manos tan pequeñas). Me sentí extrañamente atraído hacia este fragmento de un poema de E.E. Cummings. Elliot (Michael Caine) le regalaba un libro de este autor a Lee (Barbara Hershey), su cuñada, por la que sentía una irresistible atracción física. No era mi caso, ¡no me sentía atraído por mi cuñada! Es más, en esa época ni siquiera tenía pareja… Era ese verso el que me hacía sentir que Allen se había metido en mi mente y me había robado parte de mis pensamientos. El poema completo de Cummings es el siguiente:
“Nobody, Not Even the Rain”.
Somewhere I have never travelled, gladly beyond
any experience,your eyes have their silence:
in your most frail gesture are things which enclose me,
or which i cannot touch because they are too near
your slightest look easily will unclose me
though I have closed myself as fingers,
you open always petal by petal myself as Spring opens
(touching skilfully, mysteriously) her first rose
or if your wish be to close me, I and
my life will shut very beautifully, suddenly,
as when the heart of this flower imagines
the snow carefully everywhere descending;
nothing which we are to perceive in this world equals
the power of your intense fragility: whose texture
compels me with the colour of its countries,
rendering death and forever with each breathing
(I do not know what it is about you that closes
and opens; only something in me understands
the voice of your eyes is deeper than all roses)
nobody, not even the rain, has such small hands.
Y su traducción es:
“Nadie, ni siquiera la lluvia”.
En algún lugar al que nunca he viajado,
felizmente más allá de toda experiencia,
tus ojos tienen su silencio:
En tu gesto más frágil hay cosas que me encierran
o que no puedo tocar porque están demasiado cerca.
Con una ligera mirada me liberas.
Aunque me haya cerrado como un puño,
siempre abres, pétalo a pétalo, mi ser,
como la primavera abre con misteriosa destreza su primera rosa.
O si deseas cerrarme, yo y
mi vida nos cerraremos muy hermosa y súbitamente,
como cuando el corazón de esta flor imagina
la nieve cayendo cuidadosamente por doquier.
Nada que hayamos de percibir en este mundo iguala
la fuerza de tu intensa fragilidad, cuya textura
me somete con el color de sus campos,
retornando a la muerte y la eternidad con cada respiro.
(Ignoro tu destreza para cerrar y abrir,
solo algo en mí entiende
que la voz de tus ojos es más profunda que todas las rosas)
Nadie, ni siquiera la lluvia tiene manos tan pequeñas.
Un poema que tardé en conseguir (no teníamos el acceso de hoy a internet) y buscarlo era complicado. Yo leía poesía en aquella época. Era diferente leer poesía. Hoy ya no lo hago. No sé por qué. Quizá ya no sea capaz de captar toda la sensibilidad de la poesía porque me he vuelto, lamentablemente, más duro, más borde, quizá. Hasta escribía poemas, quizá idiotas, quizá inocentes, quizá basura, pero mis obras al fin y al cabo. Obras que terminaron en la papelera y de las que solo recuerdo un poema.
Si me recuerdo en esa época podría afirmar que no era más que un “idiota, cargante, enterado, gafapasta, pasado de peso y sabelotodo” joven de 18 años, que fumaba en pipa, bebía bourbon y asistía a conciertos de jazz. No me estoy insultando, es que era así. Todos fuimos cosas parecidas en su momento: idealistas (por suerte alguno sigue siéndolo), con ganas de comerse el mundo (aunque a muchos el mundo vino y nos engulló), con sentido de la justicia… Tenía todos los ingredientes necesarios para adorar el cine de Allen. Devoraba todo lo que llegaba a mis manos del director neoyorquino. Hay que recordar que en esa época disponíamos solo de lo que alguna vez pasaban por televisión y se encontraba en los videoclubs. Compraba sus libros, sus guiones y los leía y releía. Me identificaba con sus personajes (al fin y al cabo casi siempre el mismo): feúchos, de poco éxito, con intereses culturales… Allen era el autor de los gafapastas occidentales y urbanitas mucho antes de la aparición de los Kieslowski ochenteros que llegaron a las pantallas españolas con sus traumas infinitos. Allen me contaba lo mismo que ellos, pero me los hacía tragar como si de un dulce cóctel se tratara para luego darme cuenta de que era auténtico “salfumán”. La crisis de la pareja, la muerte, la religión… la existencia humana al final. Pero todo decorado con un hermoso adorno de comedia que hace que, como espectador, lo absorba de manera más fácil, que no facilona y que me llegue más profundamente.
Con 18 años yo no podía identificarme con Elliot, un agente fiscal o inmobiliario, con crisis de los 40, que, cansado de su esposa (la Hannah interpretada por una Mia Farrow en estado de gracia), se enamora de su cuñada Lee. Aún no tenía edad (ni la madurez, ni los conocimientos adquiridos a lo largo de la vida) para entender a Elliot. Pero sí comprendía su comportamiento. No hacía falta tener la crisis de los 40 para ver las estupideces que hacemos los humanos y todas estaban allí. Las excusas inventadas para justificar las acciones. Las reacciones habituales de muchos en circunstancias similares. Tampoco podía identificarme con Mickey (un Woody Allen que resume en este papel todos los personajes que ha escrito y representado en su vida). Hipocondríaco, nervioso, inquieto… Pero entendía perfectamente la (exagerada en el film, pero real) reacción ante un posible tumor cerebral. El pánico a la muerte lo sentía a los 18 en mayor medida en que lo siento ahora. El horror al vacío posterior, al qué hay después, al dolor, a la soledad… Allen me lo estaba contando a mí, a un joven de 18 años ávido de intereses, de conocimientos y de nuevas experiencias. Y eso me llegaba. Tampoco podía ser Hannah (Mia Farrow), no podía identificarme con una mujer madura, abandonada casi por su marido, odiada por sus hermanas… Pero entendía perfectamente por qué Hannah era así. Allen (y la Farrow en su actuación) me lo explicaban perfectamente. Un ser desvalido, que se refugia en su familia, en su trabajo. De hecho, mucho habría de biográfico en ese personaje, solo hay que ver que hay hijos “no naturales” ya que Mickey no puede tenerlos y terminan teniéndolos por inseminación artificial. Y luego están Lee y Holly (Barbara Hershey y Diane Weist respectivamente), las dos hermanas de Hannah. Lee es ex alcohólica, Holly es ex cocainómana. Dos seres eclipsados por el éxito de Hannah que se refugian en sendas adicciones para escapar de una vida que les niega la felicidad completa. Tampoco podía, con 18 años, identificarme con estos dos personajes, pero también entendía por qué eran así. Sabía que la vida puede dar muchas vueltas y llegar a convertirte en ellas.
Y además de todo esto estaba ese poema de Cummings que quedó grabado en mi cabeza…
Como comenté al principio, no había vuelto a ver la película. Quizá porque no quería cambiar mi opinión sobre la misma, quizá porque hace tiempo que desconecté de Allen.
Han pasado algo más de 30 años. Allen ya no es el mismo, pero yo tampoco soy el mismo. Ahora sí que me aproximo más a la edad de esos personajes de la película. Confieso que he retomado con reticencias el título. Para mí era de los intocables, de los que tenía guardados en la memoria, rodeados de muchos recuerdos que hicieron del film en uno de mis títulos de culto. He disfrutado de nuevo. No soy Elliot, sigo sin serlo a pesar de tener ya la edad para serlo, pero comprendo más que nunca su comportamiento. En ese sentido Allen ha construido una película magnífica. Me llegó como joven y me ha llegado de mayor. Ha sabido captar y transmitir perfectamente todos los pensamientos y sensaciones de ese “cuarenta-cincuentón” con crisis sexual. Y, si bien es verdad, que no me ha pasado, entiendo perfectamente que esa situación es cada vez más habitual. Tampoco soy Lee, ni Holly, pero veo por qué se comportan así, por qué se aferran a las circunstancias que se plantean en la película. La juventud se ha escapado, el éxito les ha sido negado, el amor ha sido engañoso… Vamos, circunstancias pertenecientes a la vida misma.
Esta vez sí me he fijado más en lo formal de la historia, en la manera en que Allen nos cuenta las historias corales de estos personajes entrelazados entre sí y que hacen que el film fluya de manera ágil y entretenida. Fragmentada en secuencias, cada una de ellas con un título (uno de ellos el ya mencionado de las manos de la lluvia), nos presenta a los personajes y les da voz en cada uno de las secuencias. La voz en off, importante y para nada cargante, nos ayuda a adentrarnos en las personalidades de cada uno de los protagonistas, aunque, curiosamente, sea la voz de Hannah, la que da título al film, la última en aparecer. Antes ha hablado Elliot, Mickey, Holly y Lee.
Allen da la oportunidad a sus personajes a expresarse con largas escenas (casi planos secuencias), donde lo que prima es el diálogo y las relaciones. Planos medios y primeros planos que nos refuerzan los sentimientos de cada uno de ellos.
Siendo algo exagerados, afirmaría que Hannah y sus hermanas es la última gran obra de Woody Allen. Heredera directa de lo que comenzó con Annie Hall y siguió con Manhattan. Aún usa el sentido del humor que tanto lo caracterizó en sus primeras obras (Toma el dinero y corre, su ópera prima, es el ejemplo más claro). A partir de aquí, se decantó en una época larga en el drama más puro (aunque con excepciones como El escorpión de jade o Misterioso asesinato en Manhattan) en los años 90 (y luego ya no puedo hablar porque, como he dicho, abandoné).
Está plagada de secuencias inolvidables. Locas unas, como las de Mickey intentando convertirse a otras religiones (en un momento llega de la compra y saca de la bolsa comida, botes y un crucifijo), o cuando está a punto de suicidarse y termina desistiendo al final porque ve en un cine “Sopa de Ganso” (homenaje a la gran comedia de Hollywood). Otras secuencias nostálgicas, como una maravillosa (y anciana) Maureen O’Hara y Lloyd Nolan cantando Bewitched. Otras de actualidad (y quizá premonitorias en la vida futura de Allen), como en la que se le prohíbe emitir un sketch humorístico sobre abusos sexuales a menores. Pero sobre todo está lleno de escenas intensas, sensibles, amorosas y eso es lo grande de la película: “¡También me quiere!”, grita Elliot, refiriéndose a Lee.
He disfrutado mucho recuperándola. Yo ya no soy el mismo, Allen ya no es el mismo, pero algo mágico queda aún en esta historia y eso la convierte en eterna. Un film que ha merecido la pena revisitar. Y en mi cabeza sigue resonando “Nadie, ni siquiera la lluvia, tiene manos tan pequeñas”. Mi epílogo, mi aporte personal, a esta obra repleta de frases y de títulos por fragmentos sería “Una vez estuve locamente enamorado de una mujer… Hoy, ni siquiera recuerdo su nombre”… Solo recuerdo que tenía las manos pequeñas.